
LAS DOS ORILLAS DEL RÍO
Te encuentras en un río, no sabes si forma parte de un sueño o estás despierto, lo cierto es que la sensación es que estás nadando en él, que siempre has estado.
En ese estado incierto de ensoñación tus pensamientos van y vienen hasta que una voz empieza a llamar tu atención. Al principio es un simple susurro que no alcanzas a entender, sólo lo sientes mientras él va haciéndose más claro: “no es si…, no es si estás en el…, no es si estas en el río sino ¿cómo estas viviendo su travesía?”. La pregunta te genera cierta incomodidad, mientras esa voz continúa: “hay dos maneras muy diferentes de transitarlo, y la que elijas, consciente o no, define el color de tus días”.
Sin saber que responder, intentas salir de ahí, tener otros pensamientos; sin embargo sientes una parálisis como si una fuerza te anclara en ese instante mientras esa voz continua.
La primera manera es la de la lucha, el forcejeo.
Tu la conoces bien. Es esa opresión sorda en el pecho al despertar. Es ese runrún constante en la cabeza: “¿y si no llego?”, “¿y si me equivoco?”, “¿y si no soy suficiente?”, “¿que hago aquí sino me llena? ¿porque he de aguantar todo esto?…
Es aferrarse con las uñas rotas a las ramas de la orilla — un trabajo o profesión que no llena, una relación que agota, una seguridad ilusoria, un vacío que por más que lo lleno, siempre está vacío, un mostrar al mundo una sonrisa mientras me rompo por dentro — mientras los pies son arrastrados sin piedad por la corriente. Te duele todo el cuerpo de tenerlo tan tenso. Te pasas el día nadando contracorriente, luchando contra un flujo que parece empeñado en llevarte al lugar equivocado.
Al final del día, el sabor en la boca es amargo. A lucha. A “otra vez lo mismo”. A “por qué a mí” A “que sentido tiene todo esto”. La sensación de sentirse víctima está anclada en las entrañas. Desde esta orilla, el paisaje es gris. Solo ves rocas, peligros, y la lejanía de donde deseas estar desdibujándose. La vida, aquí, se siente como una batalla perpetua que no puedes ganar, solo sobrellevar y cuya carga cada vez pesa más.
Luego está la segunda manera. La del fluir.
En ningún caso es rendirse. Es rendirse *a*. Es lo que sucede en ese raro instante de lucidez, de intuición en medio del agotamiento, en el que simplemente te armas de coraje y… !sueltas la rama¡.
Por un instante, el pánico es intenso. Esperas hundirte. Pero no lo haces.
Descubres, con una sorpresa que dirías roza lo divino, que el agua te sostiene. Que siempre te ha estado sosteniendo. Dejas de nadar contra y empiezas a navegar con. La misma corriente que era tu enemiga, se revela como una aliada silenciosa que te lleva.
La respiración se vuelve profunda. Ya no gastas toda tu energía en no ahogarte. La usas para observar el paisaje, para notar el sol en la piel, para ver cómo las orillas se llenan de color.
Empiezas a notar “sincronías”: esa persona que aparece, esa idea que llega, esa ayuda inesperada, esa… Como un viento favorable que hincha tu vela justo cuando lo necesitas.
El sabor aquí es diferente. Sabe a paz. A confianza. A una quietud interior que permanece, aunque el río esté embravecido. La vida, desde aquí, ya no es una batalla. Es un viaje de descubrimiento.
No hay un mapa para cambiar de orilla. No es un curso de diez pasos. Es mucho más simple y a la vez más profundo.
Es un darse cuenta.
Es una pregunta simple que puede surgir la próxima vez que sientas el cansancio de nadar contra la corriente, la opresión en el pecho, el sabor amargo de la lucha:
“¿Y si, solo por un momento, dejara de forcejear?”
El río sigue su curso. Siempre lo hará.
Tú decides si quieres seguir siendo el náufrago exhausto, o si te atreves a convertirte, por fin, en el navegante.
Como decía William Ernest Henley en su poema Invictus… “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma.”
Feliz semana
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